Mi reina

Diego Figueroa, Argentina.

 

HACHE – galería de arte contemporáneo, Buenos Aires, Argentina – 2018
Curaduría: Francisco Ali-Brouchoud.
Fotos cortesía del artista.

 

 

Diego Figueroa explora las tensiones entre lo “legítimo” y lo popular, operando con solvencia mediante procedimientos como la cita y el desplazamiento, la parodia y el sarcasmo aplicados a iconografías canónicas de la historia del arte y la cultura occidentales, mediante una personal gramática de materiales cotidianos, cuyo uso altera y desvía.

 

La exposición Mi Reina esta integrada por una serie de pinturas y esculturas, que evidencian, mediante su materialidad y representación, las tensiones entre lo popular y lo clásico y las inevitables relaciones de clase y poder que representan.

 

Fragmentos del texto “El arte de derribar estatuas” de Francisco Ali-Brouchoud :


“(…) La obra de Diego Figueroa viene explorando desde hace tiempo estas tensiones entre lo “legítimo” y lo popular (David y la copia, 2008; Esta noche no, 2009), y operando con solvencia sobre las variadas convenciones del gusto en términos de Bourdieu, mediante procedimientos como la cita y el desplazamiento, la parodia y el sarcasmo inteligente aplicados a obras canónicas de la historia del arte occidental. Obras que la revisitación que propone este artista nos revelan en su actual condición, extraordinaria y paradójica: son, por su misma naturaleza icónica, a la vez clásicas y populares, una ambigüedad y universalización que devalúan su “potencial de distinción” y las vuelven insumos de innumerables re-interpretaciones posibles.

 

(…)  Siguiendo esta misma dialéctica, también la imagen popular y la imagen de lo popular aparecen como una pregunta recurrente en la obra de Diego Figueroa: ¿Qué es lo popular hoy? ¿Cómo puede lo popular -un imaginario y unos materiales asociados a esa condición- incorporarse a un pensamiento visual contemporáneo, es decir, a la tarea central que debe retomar el arte, y que es la recuperación de la potencia de la imagen, porque, como ya nos advertía Asger Jorn, “no hay potencia de la imaginación sin imágenes potentes”?

Y más aún, ¿qué es popular y qué es clásico en nuestro presente algorítmico, cuando ya no existen relaciones verticales u horizontales, sino la lógica de la red, que se proyecta en todas direcciones, cuando todos los inventarios están disponibles y el archivo es inmediatamente accesible a todos?


En el caso de Diego Figueroa, estas cuestiones parecen estar en el centro de sus preocupaciones sobre los modos de construcción de la imagen, que en su pintura, vuelven de manera recurrente a la acumulación caótica. Una escena primaria que se despliega como al volcar un cajón en el que conviven juguetes rotos, herramientas, utensilios y partes heterogéneas de antiguas totalidades ahora irreconocibles y dispersas. Se trata de colecciones de objetos materiales pero por sobre todo mentales, que son insufladas en la imagen con un realismo agudo cuya aparente nitidez también termina mostrándose engañosa. Estas constelaciones de objetos esparcidos permiten siempre múltiples itinerarios narrativos, pero ninguno definitivo, porque están marcadas por la ausencia de un sujeto cuya historia, deseos y angustias solo podemos conjeturar, al mismo tiempo que ese desorden abigarrado resiste su propio consumo visual, y no se deja reducir de un solo golpe de vista, oscilando alrededor de una voluntad de representación que termina por escamotear al espectador esa misma certeza, para volverse mancha o trazo, reingresando a lo informe.

Figueroa también proyecta al espacio esta gramática material, en la que los objetos más cotidianos y utilitarios son el soporte de operaciones de sentido que oscilan entre el ready- made y el gesto conceptual displicente e irónico, en los que materiales de construcción como caños, tubos, alambres, ladrillos, chapas acanaladas, maderas, herramientas, y elementos de descarte, cubiertas usadas y partes de automóviles, funcionan como significantes de sí mismos -de su utilidad agotada o de su reutilización posible- y del entorno que los consume y los desecha.

 

Es de este repertorio formal y material, cuya exploración consecuente y sostenida fue transformando en un lenguaje personal, que Diego Figueroa extrae las configuraciones de Mi reina, su muestra actual, para proponer una nueva interrogación acerca del juego de tensiones entre lo popular y lo clásico, y las inevitables relaciones de clase y poder que representan, es decir, sobre el juego de la distinción en sus encarnaciones contemporáneas.

En la segunda mitad del siglo XVII, al mismo tiempo que André Le Nôtre, el jardinero de Luis XIV, perfeccionaba el concepto del jardín formal francés, Blas Pascal y Christiaan Huygens sentaban las bases para el cálculo de probabilidades, y Gottfried Leibniz desarrollaba el cálculo infinitesimal e inventaba el sistema binario sobre el que descansa todo nuestro mundo digital.

 

(…) Estos jardines estaban diseñados en base a un vocabulario formal en el que el parterre geométrico es el elemento predominante, junto con broderies y bosquets, desplegados en un trazado simétrico de colchones de flores y setos podados para formar patrones ornamentales y repeticiones de motivos mediante el denominado arte topiario, el modelado por poda del boj. Como se puede ver en Versalles y Vaux-le-Vicomte, los diseños de Le Nôtre se subordinaban a la arquitectura, integrados a los palacios y los amplios terrenos circundantes, de cientos de hectáreas. Y en su misma concepción, incluían un dispositivo visual: estaban planificados para ser vistos desde arriba, desde las terrazas del palacio, empleando puntos de fuga y perspectivas ad infinitum, constituyéndose, en síntesis, como una suerte de panóptico estético.

Consecuente con este precedente, Figueroa toma las imágenes de estos jardines del repositorio algorítmico y las sitúa sobre un dispositivo propio del universo de su obra, que también posee inesperadas propiedades ópticas: la chapa de zinc acanalada. Desviada de su función técnica, la chapa actúa aquí como un soporte en el que las ondulaciones pensadas como canales para evitar que el agua se acumule y fluya hacia la tierra, ondulan la propia imagen, y la vuelven líquida y móvil, impidiendo que la mirada pueda integrarla en su totalidad, y obligando a su captura desde ciertos ángulos. Produce a la vez una condensación poderosa: la imagen del jardín real como intemperie geométrica y artificial, que testimonia la puesta en escena de un poder absoluto, sobre el soporte del elemento más popular posible capaz de proteger de los efectos climáticos de la intemperie general, creando un reparo.

Los jardines de Figueroa también tienen sus propias esculturas, que oscilan entre los modos del realismo grotesco y la instalación compuesta de objetos liberados de su utilidad intrínseca, donde también se nos muestra que la violencia implícita desde el inicio en todo juego, y que este es ya incapaz de sublimar, se manifiesta como la imposibilidad de seguir jugando, porque la pelota fue pinchada.

 

Mi reina, el nombre de la presente exhibición, es una expresión afectuosa y familiar de uso muy extendido en el Nordeste argentino y en Paraguay. Típicamente ambigua, como tantas marcas del habla popular, connota al mismo tiempo la soberanía y la sumisión, la posesión y la pleitesía de quien la dice en relación a su destinataria o destinatario.

En estos jardines de la intemperie de Diego Figueroa, el rey -la reina- ya no proyecta su mirada soberana sobre la extensión potencialmente infinita de sus dominios: es apenas una ausencia, una estatua derribada de su pedestal, al que sus pies oscuros todavía se aferran firmemente.

La soberanía, como es sabido, es también un concepto político y filosófico complejo. Para Georges Bataille, el pensamiento soberano es aquel que no se somete a la necesidad, y se hace disponible para el “juego verdadero”, en el que se plantea la cuestión de la vida y de la muerte, aquel que es capaz de igualar lo que tiene un fin y un sentido con aquello que no lo tiene. Un pensar soberano es, en suma, y como intentan decirnos estas obras, aquel que es capaz de sacudirse, mediante la revuelta que todavía puede movilizar el arte si logra liberarse de la servidumbre de ser un mero portador de distinción, la sumisión al régimen cifrado de la imagen y la tiranía de las economías de la atención, que consumen con su impotencia impuesta los instantes más preciosos de nuestra existencia.”