Sobre TECNO.ARAÑA.IDEAL (T.A.I) de Sofia Torres Kosiba
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Texto de Camila Sosa Villada
La señorita que sabía jugar era Sofía Torres Kosiba. La que abría la puerta y sabía coser y bordar perlas de insania, pasamanería de esquizofrenia, cristales de alucinación.
Todo juego implica un compromiso, un riesgo y una solemnidad que no nos permite aligerarlo. No podemos ignorar la seriedad de un juego, sus implicancias, las fuerzas que involucra. Esto me recuerda a las ceremonias religiosas o los entreveros amatorios. Quien juega con distancia traiciona la idea más vital del juego: creer que somos otros y estamos en otro mundo aprendiendo cómo vivir en este mundo.
¿Quién juega sin involucrarse en el juego? Los que ganan.
Mi experiencia en el sombrío terreno del arte ha sido dentro de una ley antilúdica. Un espacio donde no cabía ni siquiera la risa o un estornudo. Un lugar para hablar en susurros y hacer lobby. Por supuesto, no es mi responsabilidad ni responsabilidad de los artistas, o de los visitantes, o de los museos y galerías, ni siquiera de los coleccionistas. Es una responsabilidad compartida. Una resignación a la abulia, a la convención, una sumisión a cosas sagradas que, en verdad, bien podrían ser las cosas más inútiles y desechables de la humanidad. Pero se insiste en que las artes tienen un propósito más elevado que tirar tequila en la herida y, en consecuencia, mantenemos una relación desapasionada con las cosas que amamos. ¿Por qué? Porque no es más que una escuela sentimental. Contemplar a un amante que duerme junto a nosotros después de haber conjugado todos los verbos pornográficos posibles, no es muy diferente a mirar una escultura en el centro de un salón en el Museo Nacional de Bellas Artes.
¿Qué se supone que amamos? El arte del lenguaje, el arte de los oficios, el arte de lo insólito.
Parte de este desapasionamiento lo atribuyo a la distancia que existe entre los comensales y las obras de arte en sí mismas. También creo que es inevitable el aura de seriedad que rodea a esas obras (y yo ví el aura de Sofía Torres Kosiba una tarde en su taller, un aura del color de un neón ambarino). Alrededor de los artistas y lo que son capaces de crear, se gesta una especie de ascenso en la hoguera de las percepciones. Una protección hecha de un material que no se nos parece. Aquí sí somos bien solemnes.
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¿Cómo acercarse entonces en lugares donde suena una alarma o se desconfía de nosotros?
Uno de los puentes está hecho de lágrimas.
La imagen de una muchacha llorando en la nota aguda que Farinelli canta para ella. Darío Grandinetti derramando su lagrimota durante una obra de Pina Bauch. Demi Moore embarrada hasta el coño mientras hace una cerámica con Patrick Swayze y suena Melodía desencadenada. Las narices sorbiendo mocos en el momento que Meryl Streep no se baja de la camioneta en Los Puentes de Madison, el momento en que Meryl Streep decide quedarse junto a su esposo y no con su amante en Los Puentes de Madison. Básicamente, el momento en que Meryl Streep no se va con Clint Eastwood y comete la peor tontería de su vida.
Esa experiencia, que es tan física como excitarse o entristecer frente a algunas fotografías de Nan Goldin o del Archivo de la Memoria Trans, estaba vedada para mí en los museos, en las galerías donde alguna vez recalé aburrida y pobre en busca de belleza. La relación física estaba prohibida. Nadie me lo había prohibido, es cierto. Sin embargo, la sensación de unos mandamientos muy rígidos me envolvía en cada contemplación y no me arrojaba al juego serio que es vivir dentro de la propuesta de un mundo.
Digamos que Tecno-Araña-Ideal es una propuesta de mundo.
Digamos que Sofía Torres Kosiba es la araña.
Que el ideal es el juego, saber jugar, jugar respetuosa y cariñosamente. Jugar incluso hasta perder sangre.
Que la tecnología es el oficio.
Durante el juego, los espíritus se acomodan, abajan a la altura de nuestra humillación. Nos susurran, ponen trampas en nuestra oreja, se ríen con nosotros o nos influyen para que estallemos rabiosos por ganar o perder. También es cierto que en noches donde las risas se extienden, la luna arde y se transforma en un sol insoportable y los pimpollos se abren y cubren como hiedra las paredes de nuestra percepción.
Estamos rodeados del empapelado rosa lleno de rosas rosas. Pero también hay dorado, porque somos reinas.
Naturaleza muerta con flores.
Los adultos juegan a pesar de sí mismos. Se interpretan roles, se apuesta, se compran disfraces, se fracasa o se triunfa. Hay personas que entrenan toda su vida por una carrera de velocidad que no dura más que un parpadeo. Hay personas que llaman juguetes a los inventos con que consuelan la falta de un amante (o enriquecen su presencia). Existen aquellos que usan la expresión: jugó con mis sentimientos. Jugaste conmigo.
Una de las mejores escuelas en el arte de perder, es justamente el juego.
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¿Qué recuerdo teje la araña y por qué lo ofrece como una tregua a quien viene a su casa?
El recuerdo de las esculturas como juguetes, el recuerdo de genitales hechos con el mismo procedimiento con que se hacen los osos de peluche. El recuerdo de la noche helada en el cemento frío de una figura fantástica. La sombra de una parra eterna en un gato sin cabeza. Fue la araña quien me rescató de ese mar de aburrimiento en que siempre me encontraba contemplando cuadros, performances o esculturas. Tejió una especie de trampolín que me escupió en este lugar donde todo está al alcance de la mano. Es el lugar de lo posible. Y el recuerdo del juego es este: tenemos poderes mágicos, podemos volar, pilotear una nave, nadar con sirenas, ser sirenas, podemos tomar el té en la porcelana rosa y derramada o perdernos en el laberinto de entender qué reglas orientan aquí.
Hubo un antes y un después de conocer a Sofía Torres Kosiba.
El salón de juegos es un poco el living comedor de nuestra abuela. La criatura que elabora los espacios donde perderemos la razón se llama a sí misma araña. Ya sus crías rompieron los huevos y pasean junto a nosotros. Hace mucho tiempo que esta araña tiende los hilos de seda entre un punto cardinal y otro. Entre un museo y otro. Entre un artista plástico y otro. Podríamos pensar que todos estamos atravesados por los hilos de esta araña.
Pero no es enteramente una araña. Aunque a ella le guste nombrarse así y la autopercepción sea algo inapelable. Nadie es completamente una araña. También es un pájaro que se cree desafinado o que encontró en la nota corrida una posibilidad más de juego. Esta vez (y me recuerda a mi tío Loro que tenía la comprobada habilidad de conversar con los pájaros) la araña se convierte en pájaro, sus ocho patas se vuelven alas y el vuelo es un recorrido donde nos asaltan culos en flor, culos enormes, culos oferentes, culos redondos como duraznos. La Tecno-Araña-Ideal es una Tecnópolis con culos que nos sirven para descargar tensiones (ojetes de descarga).
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El salón de juegos también es un paisaje de paseo para tortugas que parecen patos y trompas con nalgas. Nunca se sabe qué nos espera en el recodo, pero de seguro es una criatura cuya gestación es un derroche de originalidad, algo que atraviesa la vida y la obra de la Araña.
Una araña nieta de peruanos y polacos de los que asegura haber heredado los altos umbrales de su resistencia. Por dentro, una de sus patas lleva un metal que sostiene su anatomía. Hubo años en los que el metal con que reemplazaron su propia osamenta (digamos que es una araña vertebrada), se podía tocar, acariciar, ella lo ofrecía en alguna performance en la que un esposo la paseaba en silla de ruedas entre la gente absorta y desencajada, arrancada de cuajo del relato de su realidad.
Como todo insecto irreverente, la tecno araña ideal también puede causar pánico. Escalofríos entre artistas y gestores culturales, terror en los pasillos de las dependencias públicas, cautela entre los galeristas. Es peligroso su veneno.
Ni ella misma se lo explica. Ella va a tejer a los museos. Produce su obra de esa convivencia. Lleva consigo el espíritu del vino y una simpatía que voltea cualquier corazón endurecido. Como todo animal amenazante, se sugiere tenerlo cerca, observarlo, aprender de sus movimientos y costumbres. Ya sabemos que los adultos, además de no saber jugar, nos intimidamos hasta la inmovilidad cuando algo inesperado surge frente a nuestros ojos.
La locura con que Sofía Torres Kosiba alimenta su obra es una propuesta de caos, de incorrección, de absoluta irreverencia. El corazón de una tormenta de ideas, con sus descargas eléctricas y sus estremecimientos. Una influencia anímica. Es que Sofía, la Arañita que atavía a esta inventora cordobesa, es su propia obra de arte, su propio coleccionista, galería, museo, crítica, muestra y destrucción. Alguien que acarrea con su propia existencia, capaz de soportar quién es y qué huella deja en la tierra. No se esconde. Su misterio viene con ella no a poner una valla si no a suscitar asombro. La distancia asegura una protección, un polizón de pactos de convivencia que mantienen a salvo a quien mira y a quien es mirado (o lo que es mirado). Los juegos de esta araña parecen la continuidad de nuestros gestos. Son la oportunidad para un nuevo modo de permanencia. Y un ayudamemoria: los juegos también enferman, también se muere, también se deja la vida entera en ellos. Tecno-Araña-Ideal es una alerta, una opción de las que no abunda para elegir en qué perder las horas en este país que se divierte cada vez menos. Córdoba, Agosto 2022
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Fotos: corresponden a la muestra “TECNO.ARAÑA.IDEAL” (T.A.I) en el Museo Municipal Basilio Donato (Sunchales, Santa Fe) y “Bravaria” en el Museo de Arte Moderno de Buenos Aires (CABA, Buenos Aires). Cortesía de la artista.