Re,visión

Matias Ercole, Argentina.

MUNAR, Buenos Aires, Argentina – 2019.
Fotos: cortesía del artista.

Texto de Pablo Gianera:

Suele decirse, sin razón, que el material de la música es el sonido, cuando en realidad sería mucho más exacto decir que su material es el tiempo. Esta conclusión podría derivar, casi por simple simetría de contrarios, en que el material de la pintura es el espacio, aunque en realidad (repitamos la formulación) sería más exacto decir que su material es la luz. Para Matías Ercole lo es ahora y lo fue siempre. 

 Es frecuente la insinuación de un lejano lazo de sangre entre el enigmático paisajismo de Ercole y el de Caspar David Friedrich. La razón era justificada, y el propio artista se burló de esa insinuación cuando hacia 2016, en la galería Miranda Bosch, mostró su propia versión (remix) de El caminante sobre el mar de niebla, pero sin el Wanderer. La decisión jugaba a dos puntas (o mataba dos pájaros de un tiro): por un lado, renunciaba a un personaje emblemático de la pintura romántica (el Wanderer, precisamente), como si dijera: de ahí vengo pero no soy eso de donde vengo; por el otro, y esto trae consigo consecuencias estéticas más radicales, nos presenta un paisaje vaciado del hombre. En esta vacancia humana, Ercole está cerca de Vilhelm Hammershøi, que omite toda presencia humana y cualquier detalle cotidiano o pintoresco. El suyo es un paisaje que deviene puro paisaje interior con un único protagonista: la luz. 

Sobre la pintura de Friedrich, el poeta Ludwig Tieck dejó en su novela breve Eine Sommerreise (1834) una consideración que no deberíamos pasar por alto para Ercole: “La pintura histórica y buena parte de la pintura eclesiástica solían quedar completamente reducidas al símbolo o la alegoría, y el paisaje. Friedrich, por el contrario, antes que un determinado sentimiento persigue una visión real con ideas y conceptos precisos que se unen con la melancolía y la solemnidad. Así intenta presentar la alegoría y el símbolo en luz y sombra, en naturaleza viva y muerta…” 

Alegoría y símbolo, diferentes como son, demandan nada más que luz y sombra. Hay, sin embargo, una salvedad: en el símbolo la idea persiste siempre inaccesible. Ercole reúne lo mejor de los dos mundos y nos ofrece un Märchen visual. Que no haya personaje no quiere decir que no haya una causalidad narrativa. El efecto de esa causalidad es ciego: nos pone frente al misterio, pero sabe que no podemos ver qué hay del otro lado de él. 

Los nueves esgrafiados (tinta y cera sobre papel montados en bastidor con tela) de la primera sala tienen una progresión. Cada uno de ellos, considerado aisladamente, contiene subdivisiones prismáticas de la idea (para usar una formulación de Stéphane Mallarmé) y quien haya visto un enorme collage que Ercole tiene en su taller (una lámina de contornos indefinidos en la que se fueron acumulando fragmentos que terminaron organizándose en una contigüidad necesaria) sabe que la idea detrás del misterio puede solamente conocerse en partes. Los rayos son los mismos (no importa si es un fenómeno eléctrico o Jesús Misericordioso), porque la luz, que es siempre distinta, es a la vez una sola. Aun así, los nueve tienen una narración propia: del mismo modo que Ercole busca en el fondo último  del blanco el negro, persigue también en lo abstracto la figuración, o bien, para usar una palabra más musical, lo cadencial. 

No es la única progresión. En sus propias palabras, la pretensión última de Ercole es “volver físico algo que es inmaterial”. En la sala siguiente, dos luces móviles (dos personajes, acaso) fungen dos soles, los mismos y otros, lo que se explica por el mito romántico del Doppelgänger, ser uno, ser otro, ser dos y estar en más de un lugar a la vez, sin dejar de ser quien se es. La luz salta del plano al volumen y no sabemos ya cuál es el fantasma. Pero: ¿la luz es lo físico o lo inmaterial? No deberíamos  expedirnos: también esa respuesta cae en el linde del misterio.
“Más de uno prefiere mirar las pinturas con los ojos cerrados para que la fantasía no se vea perturbada”, escribió Friedrich Schlegel en uno de los fragmentos del Athenaeum. Esas luces son la mirada interior, los ojos cerrados del paisaje.