Caracol

Ana Navas, Ecuador.

Sagrada Mercancía, Santiago de Chile, Chile – 2020
Fotos: Felipe Ugalde, cortesía de Sagrada Mercancía.


Una escalera de caracol, texto por César Vargas:

Sucede 
que la pintura es inmóvil.
Pero si acercas un oído al lienzo oirás
el sonido de una rueda espléndida en camino.
Anne Carson



I

Cada una de las obras que pertenecen al proyecto Caracol de Ana Navas, se han extendido en el espacio como una constelación emocional y política. En cada obra se autosostiene y se adhiere una atmósfera particular, una pequeña historia de los elementos que la conforman, y la medida de un proceso vivido en viajes de disímiles distancias. De un modo cartográfico, estas obras portan una experiencia migratoria, itinerante y recolectora, tal como ha sido y es la vida de la artista. Son movimientos en muchos niveles y distancias de todo tipo las que emergen junto a los objetos que trabajan en las obras de Ana Navas, y aun cuando estas dos fuerzas no son un asunto propiamente temático en sus obras, ellas están ahí como un manto silenciosamente adherido. Y quizás, justamente por esa forma de estar ahí, condicionan una intensidad reflexiva que pone de manifiesto con astucia, humor y cariño, las múltiples relaciones críticas que cada uno de esos objetos le propone a la superficie pictórica que las exhibe.

Desde el sentido geográfico, material y sensible de los movimientos de la artista, el conjunto de obras aquí reunidas ha sido el resultado de una colección de distintos signos de la modernidad, y de cómo ésta se ha expresado, recorrido y vivido dentro de la discontinuidad histórica y cultural de Latinoamérica. Y es, desde el espacio de acá, que comienza a despuntar el carácter reflexivo del procedimiento conjunto de las obras, esto es, el desmantelamiento crítico de una versión monolítica de la modernidad, masculina de la historia del arte, pura y neutral del diseño. Estas obras tramadas por una multiplicidad ecléctica y variada de objetos y referentes, sostenidas a su vez por un mapa afectivo inmaterial de espacios, tiempos y lugares, ha logrado apropiarse de una forma bella y crítica del procedimiento cultural más profundamente político de la modernidad: la conquista de una exterioridad. Sin embargo, esa reserva crítica esta utilizada como una praxis gestual que, a través de la manualidad constructiva de las obras, rompe el sentido monumental de aquel espíritu primigenio de la modernidad. Proponiendo dentro de esa ruptura una existencia emotiva de las cosas; es una existencia minúscula, pero trascendental, que va transitando por diversos semblantes y que se filtra a todas sus obras, sus instalaciones, y sus grandes y flexibles pinturas. 

El proyecto Caracol funde, en una misma espiral, diversos registros de lo moderno que se van entrelazando con los viajes de la artista, las ciudades, edificios arquitectónicos, obras de artistas emblemáticos, y un sin fin de pequeños objetos del mundo artesanal. Es la marcha de sus objetos —telas, hilos, bisutería— junto a esas experiencias por distintos paisajes urbanos y comerciales, la que se va configurando en sus obras bajo un procedimiento de traducción y apropiación. A partir de la cohesión y puesta en movimiento de estos elementos del análisis, creo poder señalar una tesis de lectura sobre las obras de Ana Navas, y más específicamente, sobre lo que podría ser el acontecimiento estético que se ha jugado al interior de esta muestra: la posibilidad crítica de una geopolítica emocional de los objetos

II

En estas obras se extiende la mirada como sobre un mapa. Hay en ellas una síntesis inédita de objetos, un fetichismo de otra especie, y una colección de sentimientos unificados más allá de la geografía de sus orígenes. A la escala de esas relaciones se inscribe la obra “Caffe Caribe”, cuyo despliegue a nivel del suelo —igual a una alfombra— va desde el umbral de ingreso hacia el interior del espacio. Esta pieza ha sido realizada sobre un vinil industrial, en el cual el uso de la pintura da cuerpo y límite a una gran imagen de tipo escultórico. Dicha figura pictórica, es el resultado compositivo de una selección de imágenes de internet sobre esculturas públicas. Bajo una lógica del collage, esta pintura de suelo, si bien toma como punto de partida imágenes de esculturas particulares alrededor del mundo, busca, más que señalar citas individuales, crear un híbrido donde recursos compositivos (como el pedestal), temáticos (como la familia) o formales (como la negociación entre figuración y abstracción orgánica), puedan ser leídos como elementos propios y recurrentes del cuerpo referencial genérico de la escultura pública en tanto lenguaje artístico.

Sobre esta pintura a suelo, al modo funcional de un display, se han diseminado las letras en madera de las dos palabras que le dan el título a la obra y que, a su vez, han sido tomadas del nombre de un famoso café ubicado en el centro de Santiago. Aun cuando se pueda ver aquí un guiño explicito a la procedencia caribeña de la artista, el modo de existencia de esa referencia está totalmente desterritorializada del yo de la artista. El juego de referencias de ésta y muchas otras obras de Caracol, emerge en una zona de contacto destituyente de cualquier identidad segura o estable; y no solo respecto a la identidad posible de un sujeto o un artista históricamente reconocible, sino de lo que es fundamentalmente la identidad arquetípica de la pintura y la escultura como lenguajes canónicos. Efectivamente, lo radical de esta pieza es cómo se ha desestabilizado —procesual y discursivamente— los diversos tipos ideológicos de los lenguajes formales que operan como regímenes de reconocimiento cultural dentro del arte. 

Un aspecto central de lo que podríamos llamar ese carácter destituyente de los trabajos de Ana Navas, está sostenido por la contradicción dada entre el uso de ciertos recursos blandos y flexibles y el lenguaje artístico canónico sobre el que opera la obra. Esto es justamente lo que sucede con “Caffe Caribe”, visto como el procedimiento de transformación de una escultura pública en un diseño de alfombra. El uso del vinil industrial, el uso de una paleta cromática muy similar a los colores grises propios de la escultura pública, son parte esencial de los elementos irónicos que desestructuran los códigos materiales que han definido históricamente dicho lenguaje escultórico. La obra abre ese proceso de desublimación de la escultura pública, en dos niveles: socavando lo que involucra ésta como épica de un relato histórico nacional y degradando el tipo de recursos asociados y utilizados para erigir dicho lenguaje artístico. 

En el mismo sentido procesual, pero ahora sumando un giro arquitectónico sobre el espacio, se inscribe la segunda obra de gran formato titulada “Mosaico italiano con peluche de pelo corto”. Esta pieza fue construida específicamente para envolver la escalera de caracol que conecta los dos pisos del espacio de Sagrada Mercancía. Con un sistema de sujeción por anillos metálicos, esta obra se suspende como una cortina siguiendo la figura cilíndrica de la escalera, logrando el efecto combinado de hacerla desaparecer y disfrazarla. El referente directo en el que se inspiró este enorme textil, es un famoso mosaico del artista abstracto venezolano Mateo Manaure, una de las tantas obras que conforman el proyecto de integración de las artes y la arquitectura de la famosa Universidad Central de Venezuela (UCV). Un proyecto emblemático del arquitecto Carlos Raúl Villanueva, en el que convive una selección de más de 100 piezas de arte moderno nacional e internacional; considerada una de las aplicaciones más exitosas de la arquitectura moderna a Latinoamérica y que, desde el año 2000, ha sido declarada por la Unesco como patrimonio de la humanidad.

Lo particular de esta obra respecto al conjunto de trabajos que versan sobre la historia del arte en general o, como en este caso, latinoamericana; es que, el rendimiento genealógico volcado sobre la crítica de los valores modernos que porta el referente seleccionado, ha sido asumido desde la perspectiva del procedimiento de confección mismo de la obra. Los recursos blandos y toda la variedad de telas apacibles al tacto reproducen, desde el velo del recuerdo, el motivo geométrico y abstracto del mosaico de Mateo Manaure destituyendo las características estéticas de lo sólido, lo concreto, lo seguro y lo estable, en tanto elementos propios y naturales del lenguaje escultórico moderno. Esta es una clave crítica que trasciende las cualidades y calidades de la obra en cuestión, y se expande a su contexto de pertenencia mayor: la proyección de Caracas como un ícono de la modernidad y su intrínseca y esencial promesa de progreso gracias el auge de la producción petrolera del país a partir de los años cincuenta.

Es realmente potente la intensidad de planos reflexivos que conlleva el procedimiento de traducción material de las obras de Ana Navas. En la manufactura de transformar un mosaico en una cortina de peluche o el de una escultura pública en una alfombra, emerge el poder estético de los cuerpos blandos, como un proceso crítico de reblandecimiento ejercido sobre los soportes categoriales y el valor de lo histórico sancionados por la modernidad. Podemos comprender cómo ciertas cualidades físicas de los recursos de los lenguajes artísticos —asociados a la arquitectura, escultura y pintura— son reveladas como atribuciones ideológicas de género. Este tipo de obras son las que, en la acción de desanudar sus relaciones internas, van mostrando que el asunto de los límites estéticos establecidos son construcciones políticas, ideológicas e históricas; y que, como tal, pueden ser criticados, porque solo la crítica los revela en su condición de límite. Ahora bien, el límite es también y necesariamente un lugar de relación, un lugar que en estas obras se ve tensionado por la confrontación de dos lenguajes: la dimensión de lo escultórico y pictórico y, por otro lado, el uso de técnicas de diseño y decoración de interiores. Sin embargo, es solo a partir de este último, que ingresamos al rendimiento reflexivo del nuevo lenguaje visual propuesto por la artista. El giro de la destitución político-estética de los lenguajes dominantes es notablemente trabajado, y no se reduce solo a las obras de la alfombra y cortina, sino que se expande a todo el proyecto Caracol. Porque es el lenguaje menor de lo doméstico, que vive en la confección textil de cada obra y el uso del vestuarismo como técnica de apropiación sobre la arquitectura del espacio, el que unifica la coexistencia de las piezas dentro de un mundo. Esencial a ese mundo es el modo de existencia positivo del lenguaje instalativo que, al constituirse como una matriz horizontal, permite en su interior la confluencia y administración de diversas tecnologías estéticas menores y minusvaloradas por el arte moderno como lo son: la decoración y el interiorismo.

III

Algo esencial al modo de existencia del proyecto Caracol, es la lógica de comunicación de conjuntos y subconjuntos a través de la cual se relacionan las obras entre sí. Cada una de ellas contiene un set de pequeños signos y guiños estéticos que se va entrelazando con los signos de otra obra, y esta última con la siguiente, y así se va tejiendo entre ellas el mundo que las contiene. Caso especial de ese funcionamiento, son las pinturas miniatura adornadas con bisutería y hechas sobre platos de comida, que la artista ha ido adquiriendo en mercados de diversos países. En uno de ellos podemos ver el “Caracol Ñuñoa”, un edificio que representa nuestra adaptación local a la modernidad y que nos lleva directo al referente original del Museo Guggenheim del arquitecto Frank Lloyd Wright. Desde otra pintura miniatura vemos el pequeño adorno de un Tumi peruano ubicado junto a otros de su misma categoría, una pulsera con forma de serpiente, un atrapasueños y todos dentro de un plato que se llama “La tienda de artesanía”. Las citas y relaciones culturales que se representan dentro de estos pequeñísimos escenarios pictóricos exponen, con humor e ironía, la proporción histórica misma de los referentes de los que se apropia. Las obras abren un campo lúdico respecto al juego de valoraciones culturales asignadas y reproducidas dentro de disímiles contextos, y que tienen por función, dar ciertas coordenadas que estructuran y legitiman el nivel de desarrollo cultural de un país, una región o simplemente un turista. Así, se comprende el ánimo crítico del mini-Guggenheim de una modernidad periférica como la nuestra; el signo del consumo cultural representado en una figurilla inca dentro de una tienda de souvenires: tan propia en instituciones artísticas del tipo museos naturales y etnográficos. Estas obras portan una conciencia irónica respecto al destino, inevitablemente decorativo, que posee cualquier obra de arte en tanto objeto en un espacio. Y, precisamente, por poseer este tipo de autoconciencia estética, el juego crítico de estas piezas está ya en la distinción cultural que se espera tener al adquirir una obra de arte contemporáneo.  

Son las diversas procedencias culturales de los objetos las que van tejiendo el campo atmosférico de la exhibición alrededor de la modernidad. Es un fenómeno radical porque se aloja en el modo productivo de las obras, expandiéndose como un lazo de vida hacia las demás, y conquistando, finalmente, la coexistencia del conjunto de obras del proyecto con el lugar geográfico donde se levanta. Pero este autodesplazamiento constante de la función de objeto va más allá, porque las obras en su condición de subconjunto sacan al proyecto de su geolocalización y también le devuelven a éste otras localizaciones. Esto es de una notable profundidad conceptual —elegante y sin arrogancia— que define la potencia visual expansiva y, absolutamente singular, que posee el lenguaje artístico de Ana Navas. Sus obras portan una forma de ver el mundo por la hermosa y sencilla razón de que hay un mundo vivido dentro de ellas. 

No solo hay una relación temática y estética con la modernidad, la historia del arte y la vasta cultura que ha nacido de ellas, además, hay en estas obras un rasgo político-subjetivo de lo moderno que consiste en su forma de absorción crítica de los fenómenos culturales. Esta disposición crítica queda muy bien sintetizada en el procedimiento de las pinturas blandas llamadas “Taras”. En estos cuerpos acolchados se recortan fragmentos textiles que representan distintos modos de pintar, vale decir, reúnen una diversidad de gestos pictóricos en los que se puede ver: la mancha impresionista, la línea geométrica y abstracta, el puntillismo y el dripping. Con su gesto de manufactura textil, esta tipología de obras anula la distinción cultural de la categoría de pintura moderna, transformando a la pintura misma en un tipo de catálogo referencial de estilos y lenguajes pictóricos, como bien podría funcionar cualquier otro display comercial o catálogo de alfombras, papel mural, perfumes o lencería. 

En el mismo eje de trabajo a nivel de soporte pictórico-textil esta la obra “Edificio Barco”. Esta pieza toma como referente uno de los primeros edificios modernos de Santiago y lo somete a un proceso cosmético de decoración que corrompe justamente su estilo moderno. Hay en ambas obras una delimitación perfecta de los lenguajes menores del diseño, la decoración, y un uso irónico de la bisutería. Sin embargo, debajo de esa autonomía relativa de las obras como operaciones pictóricas, se desliza un lenguaje híbrido que mezcla la confección textil con el carácter instalativo del montaje; es una síntesis que cohesiona el sentido de apropiación del proyecto, pues, de una u otra forma, las obras están vistiendo el espacio arquitectónico.

IV

Hay en las pinturas de Caracol toda una fascinación por los signos y las connotaciones que portan los objetos. Desde las semillas en un pastillero a la pintura de un bagel, de una aceituna de cocktail a un vaso de café Starbucks; todas señales que dan el último giro crítico en cual la modernidad se funde con la globalización. Estos subconjuntos de signos que se presentan en obras como “How do you pronounce macchiato?” y “Welcome little man”, son las que hablan más actualmente de la estetización de la vida cotidiana y de cómo el diseño de sí se ha transformado en un arte de pequeñas distinciones. Son obras que deslizan un sentido autocrítico de los modos de vida que, de una u otra forma, se dan en el mundo del arte y los artistas. Un mundo de legitimaciones visuales que pasan por la elitización de los gustos personales, la música pop o hípster, la vestimenta de moda, y todo lo que implica la diferencia como modelo de subjetivación estética dentro del mundo cultural. 

El hilo de las conexiones simbólicas, irónicas, críticas y afectivas que se tejen dentro del universo de detalles de las obras de Ana, solo se puede explicar por una especie de fascinación neobarroca por el lenguaje visual. Por eso las obras de Ana Navas son verdaderas constelaciones, no tanto porque estén referidas figurativa o temáticamente a la vasta historia del arte moderno europeo y latinoamericano, sino más bien porque en ellas se configura la autocomprensión crítica del mundo moderno del arte como un mundo hecho de lenguajes artísticos. Además, es una lucidez que transforma la subversión significante de los recursos en una experiencia de desplazamiento geográfico permanente. Porque la geografía con la que procede no es solo la historia y la materia de lugares variables, es física, afectiva, humana y mental; como la propia subjetividad humana que, sostenida por su deseo de ubicuidad, se extiende en un paisaje infinito de relaciones.   

Lo contemporáneo de las obras y sistemas expositivos de Ana, sin duda nacen de la apropiación, el disfraz, las genealogías de los objetos artísticos, y los intersticios de éstos con el mundo de la arquitectura, el diseño, la moda y las industrias menores como la artesanía. Son las diversas estrategias con que las obras entran y salen de la modernidad, cruzan lo postmoderno y nos detienen la mirada en un objeto que, al tiempo de una promesa, esperamos nos revele la geopolítica emocional de su procedencia. Porque quizás, lo más bello que estas pinturas portan, es el modo en que todos esos objetos encuentran un hogar en las obras, es decir, cómo son traídos espacial y temporalmente para construir un pequeño mundo de cosas; un pequeño mundo de cosas imposibles de reunir de otra manera.