Querido Diario

“Los intervalos y los umbrales…
son zonas de olvido, de pérdida, de muerte, de miedo y de angustia,
pero también de anhelo, de esperanza, de aventura, de promesa y de espera.”
Byung Chul-Han, “El aroma del tiempo”.






Qué difícil me ha sido sentarme a escribir estas líneas. Quizás porque este segundo año pandémico todo ha sido tanto más extenuante que el anterior. Cuesta leer, concentrarse, preparar clases, editar textos, incluso ver la serie más ligera.

El primer semestre del 2020, cuando comenzó todo esto, la adrenalina y la novedad ocultaban, de cierta forma, el miedo y el dolor, la soledad y la incertidumbre. Aún teníamos la expectativa de que todo pasaría rápido, y que en semanas reabrirían los cines, los teatros, los museos y las galerías. El segundo semestre fue más luminoso: llegó la primavera, bajaron los casos y asomó, resplandeciente, la promesa de la vacuna en el horizonte. Un suspiro colectivo recorrió al país cuando pudimos, pase de vacaciones en mano, salir del opresivo encierro de los últimos meses, y reencontrarnos con la naturaleza, el campo, el bosque, el mar, la montaña. El aire puro circuló por pulmones desacostumbrados al exterior y a la libertad; nuestros ojos parpadearon, cansados, ante la luz del sol y el claroscuro de las nubes sobre el paisaje abierto; volvimos a conectar con sonidos que no fueran solamente el teclado, el microondas, el timbre, la alarma.

En contraste, este segundo año ha sido profundamente agotador. Ya no tenemos la adrenalina o la esperanza para sacarnos adelante; ya llevamos a cuesta demasiados meses de inseguridad, de soledad, de aislamiento. No queda ni siquiera rebeldía ante un gobierno que destaca por demasiada autosatisfacción y certezas, y poca capacidad de escucha y empatía. Estamos cansados del cansancio, y por mi parte, cansada hasta de mi misma, de mi reflexión en el espejo, de mis ideas, de mis aficiones.

Este invierno que ya termina estuvo marcado por el inicio de una nueva cuarentena total. ¡Otra más! ¿Tercera, cuarta, quinta? A estas alturas, ya no estoy segura de nada. El tiempo ha perdido su significado. El estallido social chileno se siente al mismo tiempo muy cerca y muy lejos; un ayer épico que se desdibuja y empaña tras meses idénticos entre sí. El invierno anterior parece remoto: una época en que había más energía para organizar la ayuda, más ollas comunes, rifas, subastas y ventas a beneficio. La oferta digital que en aquellos días se propagó como maleza -lives, conversatorios, seminarios, talleres- hoy es rehuida pues reconocemos en ella un intento de presencialidad tanto incesante como vacía.

En los rostros de mi familia y cercanos veo un espejo de mi propia interioridad marchita. Antes del comienzo de esa última cuarentena, me junto con una artista a tomarnos un café. Ambas con el cuerpo y mente con resaca de tanto encierro. Ya sabemos lo que se viene; no sabemos si eso lo hace mejor o peor. Hablamos de los espacios cerrados, de obras de arte que no se venden, de personas que no salen de sus casas aunque las normativas lo permitan. También de esos males que la pandemia desnudó: la falta de escritura sobre arte, la precariedad en que viven quienes se dedican a este rubro, el espejismo de pensar que fuera de Chile las cosas son mejores. Ella desespera por sus cuadros encerrados entre cuatro paredes; cuadros a los que les dedicó meses y que hoy languidecen sin público ni compradores; de obras que necesita vender para pagar las cuentas. Yo de mi bloqueo de escritora, y de cómo extraño el roce de cuerpos desconocidos en parques, inauguraciones, estaciones de metro. De mi embarazo, y los miedos, frustraciones y esperanzas que me provoca.


En este (nuevo) contexto de cuarentena y encierro, de oscuridad literal y simbólica, he vuelto una y otra vez a la sabiduría eterna del acto de hibernar. Este último invierno se ha sentido más que nunca la baja energía, el golpe contra la pared, el apagón. La palabra invierno evoca inercia, peladeros, vacío, inmovilidad. Podredumbre de hojas que asfixian el suelo, ramas inertes que se estiran en busca de algo de luz. Pero en realidad, cuando todo pareciera estar inmóvil, hay transformaciones profundas ocurriendo: las raíces avanzan, silenciosas, en el subsuelo. Los árboles exhiben, tímidamente, los primeros brotes. Los días cálidos ya traen el rumor ligero de la primavera.

“Hibernar” significa, literalmente, “pasar el invierno”: sobrevivir a esos días oscuros, fríos y hostiles. El cansancio y el encierro se transmutan con la idea de hibernar. Esta pandemia ha sido una época de irse hacia adentro, de reflexión –el movimiento exacto que nos exige, perentoria, la estación invernal. El invierno puede sentirse como una gran detención, cuando en realidad es tan solo una pausa. Y la pregunta que trae una transición así siempre es: ¿Qué pasará ahora? ¿Hacia adonde avanzan nuestras raíces, mientras recuperan fuerzas acurrucadas en la tierra? ¿De qué nos despedimos en estos días? ¿Qué termina? ¿Qué comenzará tras la muerte invernal y el deshacerse de los superfluo; qué significa cruzar el umbral de este invierno y esta pandemia?

La vida serpentea como un camino en el bosque; tenemos temporadas en las que florecemos, y temporadas en las que se nos caen las hojas, revelando nuestros huesos desnudos. El hibernar ofrece una pausa en el correr frenético de los días, en que estamos latentes, expectantes. Es una época silenciosa y lenta para sanar, lamerse las heridas y regenerarnos. Para decrecer, soltar lo que no sirve, y brotar con fuerzas renovadas. Para ello necesitamos intimidad, cobijo, aislarnos. Rehuir la lógica de la productividad y entregarnos a lo lento, darnos los tiempos necesarios para nuestros procesos, abrazando la espera. Reflexionar, recogernos, contemplar, practicar un ocio consciente, descansar. Demorarnos. Vivir el camino. Habitar el espacio. Respirar el aroma del tiempo.


En lo personal, este encierro ha estado cruzado por mi embarazo y los límites que impone a mis rutinas de más de 30 años. Los ciclos del invierno y de la gestación me exigen avanzar lento, con cuidado, paso a paso. En abril supe que esperaba a un niño, lo cual me dejó perpleja, pues estaba convencida de que mi destino era criar a una luminosa hija feminista. Me han estado rondando preguntas sobre cómo educar a un niño hoy, qué valores transmitir sobre lo masculino en nuestro contexto actual, y los prejuicios o puntos ciegos que tener presente. Escribo unas líneas sobre cuidado, sobre escucha, sobre poner en valor el acto de reparar por sobre el ciclo eterno de creación/destrucción… pero mi cerebro pandémico me detiene después de unos momentos. Hay días en que esa frustración se multiplica y me ahoga; otros, en que me es más fácil abrazar esos ritmos distintos y pausados propios de una metamorfosis profunda.

En las artes, de forma lenta pero precisa, se han estado gestando en este invierno procesos, discusiones y reflexiones significativas. Por primera vez en años veo museos repletos, con filas para entrar. Se está empezando a conversar sobre galerías y museos que no pagan por exponer, liderado valientemente por Sebastián Calfuqueo. Hay debates y luces sobre el rol del arte en tiempos de crisis tan agudas, de la mano de personas como Fernanda Ramírez, Cristóbal Cea, Cecilia Vicuña. También discusiones sobre brechas de ocio y acoso; sobre la importancia de generar un espíritu de colectividad, que devenga en organizaciones que puedan luchar por y exigir mejores condiciones en los distintos sectores de la cultura. Procesos que me dan esperanza, y que encuerpan las meditaciones que se vienen dando desde aquella primera cuarentena total en marzo de 2020.

A nivel nacional vivimos un hermosísimo, complejo y desbordante proceso constituyente. Como un gran árbol, que a partir de una semilla colectiva deviene brizna, y árbol joven, nutriéndose de los saberes locales, de las luchas activistas, de las lenguas invisibilizadas, y de las esperanzas que en él han puestos gran parte de la nación. Liderado por una mujer de la tierra, es un símbolo potente de lo que puede pasar cuando se abren las ventanas para dejar entrar el aire fresco, dejando atrás viejos estereotipos sobre quien puede o debe decidir por nosotros.



Este segundo invierno de cuarentenas ha sido agotador. Pero el invierno y su dureza nos desafían a ir más allá de los cambios cosméticos, a transformaciones profundas. Finalmente, es en el invierno cuando plantamos las semillas que esperamos broten en el verano. Avanzamos por un camino que nos lleva hacia el renacer y la expansión, hacia incipientes brotes que nacen de la oscuridad, la opacidad y el dolor.

Una de las grandes enseñanzas de ese ciclo ha sido reconocerme parte integrante de un entramado que nos supera y que incluso en la noche más oscura, avanza. Aprender a comulgar con los ciclos de una naturaleza mucho más grande que yo. Descansar en el pensamiento cíclico, ha significado, por un lado, reparar y sanar lo que la lógica de la escalabilidad y el crecimiento ad-infinitum han dañado. Una mirada cíclica permite conectar con lo que ya ha pasado, y con lo que vendrá. Por el otro, lo cíclico ilumina el tiempo sagrado del umbral, la transición, y del camino que se recorre para llegar. Es aprender que no hay que evitar esa oscuridad, ni intentar recorrerla lo mas rápido posible, apurándonos para llegar al final que deseamos. El camino es parte de la meta; y cada paso es una invitación a preguntarnos por qué avanzamos hacia donde avanzamos. Anabel Roque, una escritora que sigo y admiro, nos invita a cambiar la pregunta del “¿cómo estás?” al “¿me pregunto donde has aterrizado después de estos días desafiantes/interesantes/tristes?”.

¿Donde caeremos después del invierno? En mi interior están sucediendo cosas nuevas, silenciosas y potentes, desgarradoras y maravillosas. Lo mismo en las artes, en la cultura, y en la institucionalidad misma del país. Estamos a la espera de estallar en hojas, brotes y frutos – pero para ello, hay que reconocer el murmuro sagrado del invierno, y escuchar la voz interior de las cosas que aún están por revelarse.









~ Victoria Guzmán (Chile) – Investigadora especializada en memoria cultural, identidad y representación, y docente de estudios de museos e historia del arte chileno. Es abogada con estudios de posgrado en Filosofía y Estética, y un MA en Industrias Culturales y Creativas de King’s College de Londres, Reino Unido, en el cual fue reconocida con el premio a la mejor tesis de su generación. En Septiembre comenzará un PdD Estudios de Museos en Leicester University centrado en la relación entre museos de arte en Chile y sus comunidades. Es fundadora del blog El Gocerío, dedicado a la crítica de arte en Santiago, y publica regularmente en revistas indexadas y especializadas sobre sociología del arte, museos, descolonización y cultura.~


Instagram @el_gocerio

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